Ahora que desembarca Pep Guardiola como entrenador del Barça la memoria une dos épocas como un cordón umbilical: hace 20 años Johan Cruyff (Amsterdam, 1947), su mentor como jugador, era contratado por el presidente Josep Lluis Nuñez como un “apagafuegos” de “mano dura” para enmendar la llamada “crisis del Hesperia”. El 28 de abril de 1988 la plantilla del Barça denunció sus graves problemas con Josep Lluis Núñez y le sugirió su renuncia. Una crisis inusitada en un club español. En ese clima tenso Núñez contrató a Cruyff, símbolo del club y del fútbol mundial, de fuerte personalidad, orgulloso y con algunos toques de audacia, para hacer limpieza y encarar una nueva era. Cruyff era una incógnita como entrenador de elite. Llegaba desde el Ajax holandés tras ganar la copa de la UEFA. Allí había alumbrado una generación histórica para el fútbol de aquel país (van Basten, Rijkaard, Bergkamp).
En su primera temporada en el Barcelona Cruyff dio la baja a 13 de los jugadores “amotinados” e incorporó a otros 13. Empezaba a perfilar así la base de lo que sería más tarde la leyenda del “Dream Team”. En esa época sólo se permitía jugar a 3 extranjeros por club, de modo que un grupo de jugadores nacionales (Beguiristain, Bakero, Juio Salinas, Andoni Goikoetchea, Eusebio Sacristán, Zubizarreta...) formaban el núcleo del equipo.
Tiempos nefastos aquellos para el Barça en los que el Real Madrid parecía no tener rival en la Liga. Los primeros dos años se fue generando de a poco la revolución Cruyff en el juego, que no acababa de plasmarse en los resultados. Mucho ritmo, juego ofensivo, extremos abiertos a la antigua, pasajes exquisitos, pero el sistema de juego 3-4-3, de cuerpo atacante y alma espectacular, dejaba dudas. Le hacía falta ganar. En 1990, aquellas dudas pusieron al entrenador al borde del paro. Lo salvó el triunfo por 2-0 ante el Real Madrid en la final de la Copa del Rey. A partir de entonces pareció cambiar la suerte. El equipo, envuelto históricamente en el pesimismo, la decepción y un cierto victimismo “ad hoc”, consolidó una identidad de juego más acorde a la trascendencia del club. Cruyff no era un entrenador al uso: las circunstancias de su contratación le habían dado un poder desusado, mezcla de director deportivo, director técnico y entrenador. Poder absoluto. Cruyff estaba en su salsa: hacía, deshacía y decidía. En 1990 sumó al desconocido búlgaro Hristo Stoitchkov, para completar una tripleta demoledora junto al holandés Ronald Koeman y a Michael Laudrup, el danés silencioso, que había llegado un año antes del Juventus italiano.
En su primera temporada en el Barcelona Cruyff dio la baja a 13 de los jugadores “amotinados” e incorporó a otros 13. Empezaba a perfilar así la base de lo que sería más tarde la leyenda del “Dream Team”. En esa época sólo se permitía jugar a 3 extranjeros por club, de modo que un grupo de jugadores nacionales (Beguiristain, Bakero, Juio Salinas, Andoni Goikoetchea, Eusebio Sacristán, Zubizarreta...) formaban el núcleo del equipo.
Tiempos nefastos aquellos para el Barça en los que el Real Madrid parecía no tener rival en la Liga. Los primeros dos años se fue generando de a poco la revolución Cruyff en el juego, que no acababa de plasmarse en los resultados. Mucho ritmo, juego ofensivo, extremos abiertos a la antigua, pasajes exquisitos, pero el sistema de juego 3-4-3, de cuerpo atacante y alma espectacular, dejaba dudas. Le hacía falta ganar. En 1990, aquellas dudas pusieron al entrenador al borde del paro. Lo salvó el triunfo por 2-0 ante el Real Madrid en la final de la Copa del Rey. A partir de entonces pareció cambiar la suerte. El equipo, envuelto históricamente en el pesimismo, la decepción y un cierto victimismo “ad hoc”, consolidó una identidad de juego más acorde a la trascendencia del club. Cruyff no era un entrenador al uso: las circunstancias de su contratación le habían dado un poder desusado, mezcla de director deportivo, director técnico y entrenador. Poder absoluto. Cruyff estaba en su salsa: hacía, deshacía y decidía. En 1990 sumó al desconocido búlgaro Hristo Stoitchkov, para completar una tripleta demoledora junto al holandés Ronald Koeman y a Michael Laudrup, el danés silencioso, que había llegado un año antes del Juventus italiano.
Las desconfianzas continuaban. Pero ganó la liga y las dudas se aplacaron. No solo había regenerado al Barça, había cortado la racha de cinco títulos seguidos del Real Madrid. Ya se intuía: podía ser el comienzo de una época. Al año siguiente su mediocentro titular, Luis Milla, exige la mejora de su contrato: Cruyff no se inmuta, lo deja ir. Busca en la bolsa de la cantera... Y saca a Pep Guardiola con 20 años. Dobla la apuesta por ese juego de circulación de balón en todo el campo, de velocidad y fundamentalmente ofensivo: “ a la holandesa” dirán algunos, pero lo cierto es que esa propuesta cala hondo en el sentimiento de los barcelonistas: se puede ser campeón y dar espectáculo. Pero espectacular es el susto que envuelve a Cruyff, fumador empedernido desde muy joven: en febrero del 91 tiene un infarto que deja sin aliento durante varios días al mundo del fútbol. Se recupera y como todo lo que hace gana notoriedad pública, genera una nueva moda: reemplaza los cigarrillos por los chupa-chups. Un final de infarto colectivo iba a tener la Liga 91-92 que vuelve a ganar el Barcelona. La que se llamó “primera liga de Tenerife”. Al Madrid le alcanzaba con empatar con el Tenerife para ser campeón. Tras ir ganando 0-2, perdió 3-2. El Barça ganó 2-0 al Athletic de Bilbao y se consagró por segunda temporada consecutiva. En los corrillos se empezaba a hablar de cierta “flor” afortunada del entrenador holandés...Y más madera: mayo de 1992, año mágico, significó el doblete y el sueño de los “culés” hecho realidad: el Barça ganaba su primera copa de Europa, tras vencer en una ajustada final al Sampdoria italiano en Wembley, con gol de Koeman en la prórroga.
Pero el mito del holandés supera todo lo previsible. Y como un bucle en el tiempo, la temporada 92-93 se define igual que la anterior: el Madrid vuelve a perder con el Tenerife, en la última y definitoria jornada, y el Barça se consagra increíblemente campeón por tercera vez consecutiva. La flor de Cruyff toma estado público. Pero se reconoce su audacia. Y se habla de su soberbia y del despotismo con que maneja las relaciones internas. Las contradicciones y los caprichos de Cruyff son extremistas y sus relaciones de amor-odio inundan los medios de comunicación, los rumores y los vestuarios, pero son detenidos por los triunfos y un fútbol de calidad, avasallador y eficaz. El carácter de Cruyff es innegociable: en la temporada 93-94, cuando todos querían un centrodelantero alto y fuerte, él contrata a uno bajito, gordito, con alma de juerguista, pero con una calidad enorme: el brasileño Romario. La respuesta fue contundente: 30 goles y la cuarta liga para el Barça, con la definición afortunada de los años anteriores. El “Superdepor” de Bebeto, Fran y Mauro Silva, perdió la liga en el último minuto del último partido, cuando el portero del Valencia, González, le paró un penalti a Djukic. Deportivo y Barça empataron a puntos, pero fue campeón el equipo de Cruyff, en una vuelta del destino que ni siquiera él era capaz de imaginar. Alcanza también otra final de la copa de Europa, en mayo del 94, contra el todopoderoso Milan de Fabio Capello (heredero de Arrigo Sacchi, el otro Cruyff de la época) que lo destroza 4-0 en Atenas. Allí se acabaron los triunfos. Cruyff se enfrentó con Núñez y fue despedido en un final previsible. Pero la inercia de su marca perduró. Creó un estilo de juego que se instaló como un patrimonio del club. Su larga sombra política y futbolística llega a la actualidad. Hace más de diez años que no paran de buscarle reemplazantes que respeten la identidad y la esencia de su juego. Y la identidad del Barcelona no es otra que el estilo Cruyff. Más allá de amores y odios. Ahora le toca el turno a otro heredero.
Pero el mito del holandés supera todo lo previsible. Y como un bucle en el tiempo, la temporada 92-93 se define igual que la anterior: el Madrid vuelve a perder con el Tenerife, en la última y definitoria jornada, y el Barça se consagra increíblemente campeón por tercera vez consecutiva. La flor de Cruyff toma estado público. Pero se reconoce su audacia. Y se habla de su soberbia y del despotismo con que maneja las relaciones internas. Las contradicciones y los caprichos de Cruyff son extremistas y sus relaciones de amor-odio inundan los medios de comunicación, los rumores y los vestuarios, pero son detenidos por los triunfos y un fútbol de calidad, avasallador y eficaz. El carácter de Cruyff es innegociable: en la temporada 93-94, cuando todos querían un centrodelantero alto y fuerte, él contrata a uno bajito, gordito, con alma de juerguista, pero con una calidad enorme: el brasileño Romario. La respuesta fue contundente: 30 goles y la cuarta liga para el Barça, con la definición afortunada de los años anteriores. El “Superdepor” de Bebeto, Fran y Mauro Silva, perdió la liga en el último minuto del último partido, cuando el portero del Valencia, González, le paró un penalti a Djukic. Deportivo y Barça empataron a puntos, pero fue campeón el equipo de Cruyff, en una vuelta del destino que ni siquiera él era capaz de imaginar. Alcanza también otra final de la copa de Europa, en mayo del 94, contra el todopoderoso Milan de Fabio Capello (heredero de Arrigo Sacchi, el otro Cruyff de la época) que lo destroza 4-0 en Atenas. Allí se acabaron los triunfos. Cruyff se enfrentó con Núñez y fue despedido en un final previsible. Pero la inercia de su marca perduró. Creó un estilo de juego que se instaló como un patrimonio del club. Su larga sombra política y futbolística llega a la actualidad. Hace más de diez años que no paran de buscarle reemplazantes que respeten la identidad y la esencia de su juego. Y la identidad del Barcelona no es otra que el estilo Cruyff. Más allá de amores y odios. Ahora le toca el turno a otro heredero.
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