viernes, 27 de junio de 2008

Hace 50 años cambió el fútbol...


Hace medio siglo cambió la historia del fútbol, aunque pocos en aquellos momentos lo hayan advertido. La VI Copa del Mundo disputada en Suecia, en junio de 1958, tuvo todas las claves para convertirse en una referencia mágica para el mundo del fútbol. El torneo estuvo rodeado de una mística especial tras el accidente aéreo del 6 de febrero en el que murió la mayoría de la plantilla del primer equipo del Manchester United inglés, ocho de ellos titulares de la selección inglesa.Brasil obtuvo por primera vez el título mundial, ocho años después de la frustración que vivió en su “propio mundial” en 1950, cuando perdió una inolvidable final con Uruguay 1-2 en el estadio Maracaná y que pasó a la historia como el “Maracanazo”. El goleador del torneo, el francés Just Fontaine, logró 13 goles, una cifra que jamás se superó. Fue además, el de Suecia, un título simbólico: el único que logró ganar una selección sudamericana en tierras europeas hasta el día de hoy. También fue la primera vez que se puso en juego la Copa Jules Rimet, que doce años más tarde, Brasil se quedaría definitivamente en sus vitrinas, tras ganar su tercer campeonato en México 1970. Y hubo un acontecimiento que, cincuenta años más tarde, tiene la relevancia de una señal profética: fue el primer campeonato del mundo trasmitido por televisión a cerca de 60 países. Nadie hubiese dicho en aquel momento que esa pequeña pantalla iba a tener una influencia tan desorbitada en el futuro negocio futbolístico mundial.
Esta “alineación mágica” de sucesos se concentró solo en uno que eclipsó al resto: el advenimiento de un ídolo elegido para marcar época: Edson Arantes do Nascimento.
La historia comienza ocho años antes de la final del torneo sueco, en que Brasil derrotó a Suecia, aquella tarde seminublada del 29 de junio de 1958.
Hay que retroceder en el tiempo. El lugar es Brasil. La fecha, 16 de julio de 1950. El árbitro de la final deseada por millones de brasileños pita el final: el silencio es ensordecedor en el estadio Maracaná. Solo se escuchan los gritos de alegría de los jugadores uruguayos. Brasil acaba de perder “su” mundial. La tristeza invade el país y en un pueblo del estado de Mina Gerais, Tres Coraçoes, un niño de nueve años consuela a su padre que llora abrazado a la radio. El chico de ojos grandes, delgado y con gesto tierno le promete que cuando sea mayor ganará el título del mundo para él. Desde la cocina, su madre Celeste, le grita que se olvide, que con el fútbol no llegará a ninguna parte, que se convertirá en un pele (un don nadie en lengua coloquial).
Edson Arantes do Nascimento, el Pelé de Celeste, fue el Elegido.
Vicente “El Gordo” Feola, entrenador de Brasil, lo llevó al Mundial 58 como una promesa. Ya había debutado el año anterior en la Selección mayor y tenía padrinos importantes como los veteranos Bellini y Orlando y el portero Gilmar. Tenía un desparpajo y una calidad técnica que no cabía en la fragilidad de su cuerpo delgaducho. Ante la insistencia de sus jugadores referencia, Feola lo hizo jugar contra la Unión Soviética en los partidos de clasificación, pero no convenció demasiado, pese a algunos destellos. Junto a Pelé también se alineó Garrincha, otro joven medio enclenque, de 24 años pero con una capacidad para driblar y desbordar adversarios deslumbrante, incluso para los brasileños. El equipo fue tomando forma y confianza. En cuartos de final un golazo de Pelé le abre a Brasil el paso a semifinales. La leyenda empezaba a asomar la cabeza. En semifinales Brasil enfrentaba a la Francia goleadora de Raymond Kopa, Roger Piantoni y Just Fontaine. Allí estalla el genio: tres goles de Pelé le pusieron el lazo al “jogo bonito” de Didi, Djalma Santos, Zito, Garrincha y Zagalo. Era la base de ese equipo que sin estridencias, con la humildad de un fracaso reciente en Sudamérica (había perdido el campeonato sudamericano el año anterior, ante Argentina) supo crecer hasta alcanzar la dimensión de conjunto gracias a la brillantez de sus jugadores. Y así llegó el 29 de junio: la final. Enfrente estaba la sorprendente selección local que había derrotado a Alemania 3-1. Brasil había recuperado su alegría natural, esa que nacía de los morros y las favelas, del hambre real y del hambre de fútbol, del placer por jugar. Encontró otra vez la esperanza, con un ojo puesto en el “Maracanazo”. El partido empezó con un gol de Suecia, pero el control era de Brasil con toques y más toques, un juego mareante y lento, de encantador de serpientes, que se aceleraba cuando pasaba por los pies de Garrincha, Didí o Pelé y que acababa a un solo toque, un toque de gol, cuando llegaba a pies del goleador Vavá. Y fue éste el que lo puso arriba en el marcador con dos goles. Después llegó la consagración del genio adolescente: dos golazos de Pelé y uno de Zagalo destrozaron el fervor sueco. Al final fue 5-2 para Brasil, y los centrales suecos aplaudiendo los goles de Pelé. Algo insólito en un partido de fútbol e impensable en la actualidad. Con el estadio Rasunda de Estocolmo puesto en pie y aplaudiendo como en la Opera, los brasileños alzaron “su” copa por primera vez. Cambiaba la historia del fútbol. Empezaba el fútbol moderno. Aparecía el ídolo que iba a ser considerado el mejor jugador del mundo. Pero la foto del festejo reflejaba sentimientos más simples y primarios: un chico de 17 años lloraba a lágrima tendida sobre el pecho de Gilmar, de Bellini, de Orlando. La ternura lo llevaba a Tres Coraçoes, a un hombre triste sobre una radio, a una promesa.