miércoles, 6 de agosto de 2008

Leyendas de los cinco círculos I




Harold Abrahams-Eric Liddell

La otra cara de Carros de Fuego


Sus compañeros de Repton School, una de las más reputadas escuelas del Reino Unido, nunca le vieron reír. En aquella Inglaterra de inicios del siglo XX las luchas de religión tenían formas soterradas, no tan violentas y abiertas como las que enfrentaban a protestantes y católicos. Tradiciones arraigadas y férreas, le llamaban los dirigentes políticos del Imperio que moría. Otros las describían, en privado y tomando el té, como la discriminación natural ante ciudadanos de segunda categoría. Harold Maurice Abrahams lo sabía. Por eso no reía. Él había nacido como una víctima de esa segregación silenciosa, disimulada, que apartaba del trato social al extraño. Abrahams era inglés hasta la médula. Había nacido el 15 de enero de 1899 en Bedford. Pero su padre era un inmigrante judío llegado de Lituania pocos años antes. A pesar de hacer fortuna, el respeto social no estaba a su alcance, era cuestión de los demás: solo le prodigaban saludos hipócritas y sonrisas forzadas. Era inmigrante y además judío: lo soportaban porque tenía dinero. Harold lo percibía y vivía a la defensiva desde pequeño. En su mente se afianzó la necesidad de luchar siempre para hacerse un lugar en la sociedad. Necesitaba ser aceptado. Estudiaba más que nadie, y cuando practicaba atletismo era el más competitivo. Odiaba perder. Su sensación de inferioridad fue el motor que movió su voluntad. Destacó como un especialista en 100 y 200 m lisos y en el salto de longitud. El atletismo era el camino más rápido a la aceptación social. Fue seleccionado para los Juegos Olímpicos de Amberes en 1920. Pero no pasó de cuartos de final en los 100 y 200 metros y consiguió un cuarto puesto en el relevo de 4x100. Cuando entró a estudiar derecho en Cambridge, aún se dedicó con más afán al entrenamiento. Furioso consigo mismo, torturado por triunfar, siguió entrenando y estudiando siempre más que los demás. Un año antes de los juegos de París 24, Abrahams, obsesionado por el éxito, decide contratar a un entrenador profesional: un escándalo para la asociación inglesa de atletismo aficionado. Lo cuestionaron y despreciaron porque rompía con la tradición, pero eso era justamente lo que quería Abrahams.
Scipio Africanus “Sam” Mussabini, fue su entrenador durante los seis meses previos a los Juegos. Mussabini era otro marginado del entorno social selecto: nacido en Londres, entre sus ancestros se acumulaban árabes, turcos, italianos y franceses. Lo miraban por encima del hombro. Mussabini entrenaba con los métodos más modernos, desde recursos psicológicos hasta la fotografía de la carrera para corregir la técnica. Además de un exigente y meticuloso entrenamiento físico. No era un improvisado, había entrenado al ganador del oro olímpico en los Juegos de Londres 1908, el sudafricano Reggie Walker. Y en Amberes, en los Juegos de 1920, había sido coach de Albert Hill ganador de las medallas de oro en 800 y 1.500 m y de Harry Edward, bronce en los 100 m. Pero ser un colaborador profesional en un deporte amateur lo mantenía en las sombras. Con Harold Abrahams formaron la dupla perfecta: mentalidad ganadora, ambición y hambre compartido por el prestigio que la sociedad les negaba.
Pocos meses antes Abrahams se deshizo de una sombra que lo perturbaba. Cuando se seleccionó al equipo inglés para ir a los Juegos de París su contrincante en los 100 m era su compañero Eric Liddell, un escocés de sangre y chino de nacimiento que había heredado el fervor religioso de sus padres, misioneros protestantes de la Sociedad Misionera de Londres en China. Nació en Tianjin, el 16 de enero de 1902, pero a los seis años ya se estaba educando en la capital inglesa. Al contrario que Abrahams, Liddell tenía una vigorosa fe serena que lo impulsaba desde el convencimiento: sus dotes naturales para destacar en el atletismo de velocidad las atribuía a un don divino. Él corría por su dios y para su dios. Por eso, cuando se estableció el calendario de pruebas para los juegos parisinos y la final de los 100 m se colocó un domingo, día sagrado, pese a la presión del entorno social, renunció a correr esa prueba. Se entregó, como devoto que era, al entrenamiento de los 200 m y de una prueba que no le era tan familiar, los 400 m lisos.
La mañana del domingo 7 de julio, cuando el sol entibiaba París, Eric Liddell fue a la iglesia y luego al estadio Colombes, a ver a su compañero Harold Abrahams disputar la final de los 100 m lisos ante los estadounidenses Jakcson Scholz, mejor marca de la temporada, y el campeón olímpico anterior y favorito, Charlie Paddock.
Antes de salir de la pensión, Mussabini le dijo a Harold: “piensa solo en dos cosas: el disparo y la cinta. Cuando escuches el primero corre como el mismísimo infierno hasta romper la segunda”. Abrahams concentró la máxima energía de su orgullo. Sorprendió a todos: triunfó con una marca de 10.6 s y fue el primer europeo en ganar un oro olímpico en los 100 m. Su victoria, al fin tenía regusto a revancha. Se fue a festejarlo en la intimidad con su entrenador, el único capaz de entender sus lágrimas.
Días más tarde, la fe perseverante e inquebrantable de Liddell también generaba asombro. Tras quedar tercero en la prueba de 200 m, ganó los 400 m, con una marca brillante de 47.6 s. Voló sobre la pista como si la fatiga no fuera cosa de este mundo. Abrahams, en las gradas, sintió un agradable alivio.
Los dos consiguieron lo que querían: ganar para superar fronteras. Abrahams, reconocido y jaleado como atleta, fue durante años comentarista deportivo de la BBC, hasta que se convirtió en presidente de la Federación Británica de Atletismo. Murió a los 78 años.
Liddell siguió el camino de sus padres. Su misión protestante en Siaochiang, China, fue un lugar peligroso cuando se declaró la guerra con Japón, pero Liddell no renunció a su fe: se negó a abandonar a su gente. En 1943 los japoneses lo internaron en un campo de prisioneros de Weishien. Murió dos años más tarde de un tumor cerebral.

Esta historia se inmortalizó, con algunas adaptaciones del guión que modifican la realidad de lo sucedido a las necesidades dramáticas que requiere el cine, en la película Carros de Fuego (en varios países de Latinoamérica se tituló "Carrozas de Fuego") ópera prima del debutante director Hugh Hudson, estrenada en 1981. Fue protagonizada por Nicholas Farrel, Nigel Havers, Ian Charleson y Ben Cross. Recibió cuatro Oscar: al vestuario, a la fotografía, al guión y a la inolvidable música que compuso Vangelis para su banda sonora.